sábado, 9 de mayo de 2015

La motivación de escribir

¿Qué mueve a una persona a escribir?

Me refiero a qué es lo que verdaderamente obliga a un ser humano a enfrentarse a un papel en blanco armado con tan solo un bolígrafo. Sí, no ha sido un desliz; he dicho “armado”, porque el acto de transmisión de ideas desde el cerebro a través del brazo y hasta el papel parece, en muchas ocasiones, un fiero combate, aunque he de reconocer que, en otras, fluye con alegría y naturalidad.



Pregunto de nuevo: ¿qué nos mueve?
No resulta fácil contestarla, ¿verdad?

Para comprenderlo, debemos antes considerar varios escenarios.
El primero afecta a los escritores profesionales; y, por profesionales, me refiero a aquellos que viven de escribir, independientemente del género que cultiven o del medio en el que publiquen sus textos. Yo desconozco sus motivaciones, aunque intuyo que están relacionadas con su medio de vida; posiblemente, el dinero sea el que los mueva.
En el segundo escenario, ha de distinguirse el género de los escritos. Si nos ceñimos a los literarios, advertimos tres muy diferenciados entre ellos: el dramático (lo simplificaré llamándolo teatro); el lírico (poesía); y el épico (asimilado actualmente al narrativo). Aunque está claro que para escribir correctamente, es necesario dominar los entresijos del lenguaje, en el caso del teatro, parece más evidente. La exclusividad de su forma a base de diálogos y la ausencia de un narrador, lejos de simplificar la estructura narrativa, obligan al escritor a definir las tramas de una forma excepcional, y añade un plus de complejidad a la obra. En cuanto a la poesía, no resulta fácil verter sentimientos en tinta. Convertirlos en versos, con rima o no, supone un gran esfuerzo, unas veces doloroso y otras frustrante, al no dar con las palabras adecuadas. El narrativo, posiblemente, sea el género literario más completo, ya que aúna los diálogos propios del teatro y las emociones de la poesía.
Existen otros escenarios que pueden formarse con elementos distintos de los anteriores: el estado de ánimo del escritor, sus circunstancias personales o laborales, el tiempo disponible, la facilidad de pergeñar ideas o los condicionantes que influyen para componer el entorno en el preciso momento en el que se escribe.

¿Se puede inferir entonces que la motivación es la misma para todas las personas según esos escenarios?
No, claro que no.

Yo no puedo responder por nadie más que por mí mismo, y hasta eso me resulta complicado. He pensado mucho en ello desde que escribí mi primera novela hace ya dos años. Y, tras profundas reflexiones, he llegado a una conclusión: yo empecé a escribir para crear a un personaje.
Sí, un personaje.
Su nombre es Jake Eastwood.

Muchas de las personas que han leído mis tres novelas publicadas hasta ahora pensarán que exagero, que eso no es cierto, que mis novelas las pueblan más de sesenta personajes que se mueven por tramas intrincadas en muchas localizaciones…, que uno solo no ha podido motivarme con tanta intensidad.

Pues yo os digo que se equivocan.

Tú, Jake, tú me has inspirado.
Para mí, no eres un simple personaje.
Ya formas parte de mi vida.
Por eso he escrito estas líneas; una especie de homenaje por los felices momentos que me has dado.

Por ti, Jake.
Tú…, tú sí que eres el puto amo.


Y vosotros, colegas…, contadme… ¿por qué os armasteis con un bolígrafo?

viernes, 10 de abril de 2015

DIARIO DE A BORDO DE UN PADRE PRIMERIZO



Hace unos días, recibí una invitación para asistir a un evento literario, organizado por Ediciones Atlantis, un viernes por la tarde.
Imposible, pensé, ya que todas mis tardes están ocupadas, irremediablemente, de lunes a viernes. Pero, increíblemente, se alinearon unos cuantos planetas para que, justo ese viernes, lo tuviera libre.
Volví, entonces, a leer el título: Diario de a bordo de un padre primerizo.

¡Uf!...

El título apuntaba a una temática fuera de mis actuales gustos literarios, más orientados a la novela negra, a la fantástica o a la gráfica. A pesar de ello, decidí acudir al evento, que se celebraba en la librería Centro de ArteModerno, en Madrid.



Primero, hablaron los presentadores: como siempre, alabaron la obra y al autor.
Y al final, intervino el autor: J. D. Álvarez, o como a él le gusta que le llamen, Jota.
Al terminar, le tocó el turno a la firma de ejemplares. Yo, mientras Jota los dedicaba, ojeé el libro que había adquirido previamente en la librería. Doscientas páginas, letra hermosa y muy espaciada y capítulos breves… Bueno, lo peor que me podría suceder era que lo dejara en la página 10. Ese es el límite máximo que me impongo para continuar o no con las historias que no me atraen; hay demasiados libros como para perder el tiempo en uno que no me interesa.
Así que, lo empecé.

Cuando Jota acabó de firmar todos, excepto el mío, habían transcurrido unos minutos. En ese tiempo, yo había leído hasta la página 62.
Sorprendente.
En la semana siguiente, en dos tirones, lo terminé.

El tema se correspondía con el título: Diario de a bordo de un padre primerizo. Ni más ni menos.

Independientemente de las anécdotas que Jota refería, yo me identifiqué con esos, para mí, personajes, no personas, que protagonizaban las escenas. Obvio, yo también fui padre primerizo.
Se pueden destacar muchos aspectos de este libro: las sensaciones placenteras al formar una familia, la percepción del paso inexorable del tiempo, la ingenuidad perdida de la infancia… Sin embargo, yo prefiero quedarme con un punto altamente gratificante: este libro es un oasis. En este siglo tan preocupado por la tecnología, tan lleno de noticias catastróficas, tan deshumanizado, en el que los autores, yo incluido, pretendemos desgarrar los corazones de nuestros lectores con historias truculentas, en este siglo, repito, Jota nos ha regalado un verdadero oasis.

Y, por eso, te digo, Jota: gracias.

Y gracias, sobre todo, a los planetas, porque sé que si os alineasteis ese viernes, fue para darme la oportunidad de darme un baño en ese oasis.

jueves, 12 de febrero de 2015

August. Pecado mortal... no leerla

Un día del pasado año, me invitaron muy amablemente al programa La Biblioteca Encantada, presentado por Javier Fernández, de Radio 21. El motivo era el de desentrañar las claves de la novela negra actual. Al programa asistieron varios escritores: Miguel Ángel de Rus, Javier Hernández, José Luis Caramés y yo mismo; y asistieron también dos colaboradores: Miriam y Ángel G. Ropero.

Allí conocí a otro escritor: a David J. Skinner.
Doy fe de ello en este fotografía (el estirao soy yo)



 Me impresionó a primera vista. Su nombre, sus rasgos, su cartera y su vestimenta, especialmente la gabardina, me hicieron pensar en alguno de los personajes que pueblan las historias del género negro. Al terminar el programa, David y yo nos fuimos a tomar un café (¡eh, David, el próximo lo pago yo!), y estuvimos charlando un buen rato.
Me contó sus inicios como escritor, su método de trabajo, sus preferencias estilísticas y los temas que le interesaban a la hora de escribir.
¡Qué curioso!... Acababa de descubrir a un tipo con el que compartía muchas afinidades.
También hablamos sobre los libros que habíamos escrito, publicados o no, y le pedí que me recomendara uno de los suyos. No lo dudó, él ya conocía mis gustos tras nuestra conversación. Me dijo que leyera August. Pecado mortal, y que, pensaba él, me gustaría. Yo tampoco dudé y, días después, compré un ejemplar.


Cuando vi que contaba con poco más de cien páginas, lo coloqué en la tercera posición de mi pila de libros por leer. Según pasa el tiempo se me hace más cuesta arriba afrontar libros enormes que, en mi opinión, cuentan historias a las que le sobran la mitad de sus páginas. En este caso me alegré; solo cien páginas, de cabeza a la tercera posición. Por otro lado, he de admitir que yo creía  que una novela negra tan breve no podía narrar una buena historia, precisamente por las limitaciones de espacio para desarrollarla. Es decir, tenía algunas reticencias.

Un par de semanas más tarde, le llegó el turno a August. Pecado mortal.
Y, tras unos minutos de lectura, confieso que me equivoqué.
¡Cielo Santo!... ¡Pero cómo demonios ha podido este David escribir una novela así!
Continué leyendo hasta terminarla.
Y me ratifico en mi equivocación, nacida de una impresión inicial tan banal.
¡Joder, David, qué cabrón (perdona), me has hundido en la miseria!...Creía…, creía que yo no incluía paja en mis propias novelas.

Podría contar muchas cosas sobre August. Pecado mortal…, pero eso me obligaría a desvelar la historia. Así que no lo haré, aunque sí que me atreveré a reseñar algunos puntos que me impactaron y que no rebelan nada.
Lo primero: el formato. Capítulos muy breves, divididos en dos partes: en la primera se narra una escena del pasado de August (el protagonista); y en la segunda se presenta una conversación en el presente con su guardián. En definitiva, un formato dinámico que conecta el tiempo, pasado y futuro, con gran acierto.
Lo segundo: el estilo. Conciso y sin florituras. ¿Se pueden contar más cosas en tan pocas palabras? Sí. David lo hace.
Lo tercero: los personajes. No hay muchos, pero eso no empobrece la historia, al contrario. Además, cada uno de ellos participa en ella según sus intereses, no al servicio del autor o del protagonista principal. Es decir, todos los personajes, incluso los secundarios, juegan a su manera en esta novela.
Lo cuarto: la trama. Desde la primera página, el lector ya sabe quién es August y cuál es su futuro. Vale, ¿y qué?... ¿Acaso supone eso un demérito?... En absoluto. La trama se desarrolla casi en su totalidad en el pasado de August, y creedme cuando os digo que no resta un ápice el interés sobre el desenlace.
Y lo quinto.
Bueno, lo quinto... me lo reservo para cuando tenga la oportunidad de comentar esta novela con alguien que también la haya leído.

Solo me queda algo por decir (una ocurrencia, no más): que yo he cambiado el título de esta novela.
Para mí, debería llamarse August. Pecado mortal… no leerla.
David, te autorizo a utilizar este título en las próximas ediciones.

No te costará ni un café.

miércoles, 7 de enero de 2015

Los orígenes de Riverthree

Al inicio del siglo XIX, varios conflictos afectaban a todos los continentes: en África, la invasión de Egipto por parte de Francia, la conquista del Cabo de Buena Esperanza por parte de Reino Unido y las prácticas esclavistas; en Asia, la continua expansión del Imperio Ruso; en Oceanía, las consecuencias de las exploraciones de las potencias colonizadoras; en Europa, las ansias de conquista por parte de Napoleón; en Hispanoamérica, las proclamas coloniales independentistas; y en Norteamérica, los deseos de los estadounidenses de desprenderse definitivamente del yugo del Imperio Británico.

Fueron tiempos convulsos en los que los seres humanos luchaban sin cesar unos contra otros por alcanzar sus ideales de una convivencia pacífica o, simplemente, por mantener o adquirir privilegios sobre sus semejantes.

En Norteamérica, la mayoría de las poblaciones establecidas por los descendientes de europeos se habían levantado en la costa este. Hacia el interior, había vastos territorios aún sin explorar por ellos, no por los nativos que llevaban algunos siglos por allí.

Varios grupos, organizados en caravanas, huyeron de los conflictos de las potencias occidentales y se adentraron hacia el oeste. Apenas ha quedado constancia sobre lo que les sucedió, aunque se sabe que muy pocos lograron sobrevivir. El hambre, las enfermedades, la dureza del terreno, las inclemencias meteorológicas y la hostilidad de algunas tribus nativas conformaban un conjunto de condiciones difíciles de superar en esa época.



Entre 1828 y 1829, Peter Skene Ogden, un empleado de la todopoderosa Compañía de la Bahía de Hudson, exploró los alrededores de Salt Lake, atravesó Great Basin y llegó a la Baja California. Había abierto una ruta terrestre para el traslado de personas y mercancías





Al norte de Salt Lake, Ogden se encontró con un grupo de colonos que se había asentado veinte años atrás en un valle de fértiles tierras y abundante agua. Esa gente se dedicaba a la agricultura y a la ganadería, habían conseguido que arraigaran los cultivos de cereales y que los cerdos se criaran con normalidad. Habían luchado duramente contra las adversidades, pero, al menos, no habían tenido que combatir a otros seres humanos; ni siquiera contra los pobladores originales, los shoshone y los bannock, con los que mantenían excelentes relaciones basadas en el respeto e intercambio de productos. La visita de Ogden les produjo alegría al encontrarse con otras personas y también temor por las consecuencias de haber sido localizados en ese lugar tan alejado de los conflictos de los que habían huido.

Pasaron momentos muy malos, en los que tuvieron que defender sus vidas. Afortunadamente, las rutas abiertas para acceder a los yacimientos de oro de California pasaban lejos de su asentamiento, que se convirtió en un lugar de aprovisionamiento muy respetado por los mineros.
El pueblo se desarrolló con rapidez. Algunos buscadores de oro, decepcionados por no lograr un enriquecimiento sencillo, se acordaron de que ese asentamiento era un buen lugar para vivir trabajando la tierra de otra forma. Los habitantes del pueblo recibieron a la mayoría de los visitantes con los brazos abiertos. A otros no; a los violentos los recibieron con las armas empuñadas en sus manos.
Pasaron muchos, muchos más años.
El pueblo se desarrolló sin llegar nunca a convertirse en una ciudad. Se construyeron carreteras, una estación de ferrocarril y un aeropuerto. En los últimos años del siglo XX, los vecinos de las grandes urbes de la costa oeste descubrieron la exuberante naturaleza del condado de Wellmort, el condado donde se asentaba el pueblo. Desde entonces se ha convertido en un lugar muy apreciado, y el turismo ha pasado a ser una actividad muy importante de su economía. Ya no es solo un pueblo agrícola, ganadero y minero, sino uno moderno y próspero que ya aparece en los mapas del estado de Idaho.











No se conservan muchos documentos sobre los orígenes del pueblo; ni siquiera se sabe por qué le pusieron ese nombre.

Riverthree, así se llama el pueblo.

Algunos de los descendientes de los colonos que llegaron en la primera caravana continúan viviendo allí: los Chambers, los Cartwright, los Tanner, los Palma, los Osborn, los Eastwood…

Ahora, en el siglo XXI, han sucedido muchas cosas en Riverthree; cosas que han afectado trágicamente a la familia Eastwood.










Ya solo quedan dos de ellos: Ross, un fiscal de Washington D. C.; y Jake, un soldado del Cuerpo de Intendencia del Ejército de los Estados Unidos.
Ross y Jake se marcharon de Riverthree muy jóvenes, cada uno por un camino distinto, en busca de lo que no habían conseguido encontrar en su pueblo natal. Hace unos meses regresaron a Riverthree para asistir al entierro de su hermano Brad. Desde entonces se han quedado allí.

Yo he contado la historia de estos dos hermanos.
Y la he escrito en seis novelas.
No sé…
Quizá escriba alguna más.
Quizá la escriba porque creo que su historia todavía no ha terminado.